Brasil y Venezuela. Entendiendo el problema del
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Brasil
y Venezuela. Entendiendo el problema del poder,
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Sergio
Rodríguez Gelfenstein,
venezuela
Por:
Sergio Rodríguez Gelfenstein
La
semana política de América Latina estuvo signada por trascendentes
eventos de carácter contradictorio. Por una parte, el gobierno
colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia llegaron
a un compromiso para el cese definitivo del fuego, lo cual allana el
camino para que los Acuerdos de La Habana puedan seguir avanzando
hacia su implementación. Así mismo, en Cuba, específicamente, la
ciudad de Santa Clara, la misma que recibió alborozada el 1° de
enero de 1959 al Comandante Ernesto Che Guevara, ahora acogió el
primer vuelo comercial directo de Estados Unidos a la isla antillana.
Pero
los acontecimientos que coparon el universo informativo fueron el
fallido intento de la oposición venezolana de “toma de Caracas”,
y sobre todo la destitución ilegítima de la presidenta Dilma
Rousseff por el senado brasileño.
Estos
sucesos son indudable expresión paradójica del sentido dialéctico
de la historia que nos muestra que su desarrollo no es lineal y que
está sujeta a condiciones objetivas y subjetivas que indican su
rumbo, ritmo y devenir. Brasil y Venezuela nos señalan algunas
experiencias que vale la pena rescatar de cara al futuro. Esbocé
algunas ideas al respecto en artículo publicado durante la primera
semana de mayo de este año, pero ante la consumación de hechos que
transformaron el acontecer histórico, vale la pena volver a ellos.
Decía
en aquella ocasión ( y me disculpan por repetirlo) que: “Las
nociones de respeto a la pluralidad, soberanía popular,
representación, vocación de servicio, honorabilidad y honestidad
administrativa entre otras, vinculadas al quehacer cotidiano de
la democracia y la política han sido sustituidos por discernimientos
de carácter económico como costo-beneficio, intereses personales,
posibilidades de obtener ganancias y poder, lobbies
empresariales, financiamiento de campañas y recuperación de la
inversión, que han hecho que el discurso con el que durante siglos
nos han atiborrado el sentimiento y la razón, no sea más que
verborrea barata o dicho en buen castellano, masturbaciones mentales
para capturar incautos.
Los
sucesos de Brasil demuestran fehacientemente que el poder político
está desapareciendo para dar paso a la dictadura de las empresas,
los mercados y los poderosos que tienen capacidad de comprar
cualquier cosa, incluyendo a los políticos, la mayoría de los
cuales no parecen tener problemas en ponerse precios en el mercado.
En esa medida, también como lo señala la experiencia brasileña,
los partidos políticos han sido desplazados por los medios de
comunicación (en particular la cadena Globo) como los creadores de
la agenda”.
Ahora,
una vez que definitivamente Dilma ha sido desplazada de la
presidencia, mientras que el gobierno de Venezuela resiste brutales
embates de una oposición que se ha visto obligada a ceder el
liderazgo a la Embajada de Estados Unidos, la cual, cansada de
despilfarrar dinero ha impuesto una línea de conducta más acorde a
sus intereses estratégicos, vale la pena debatir sobre democracia,
poder y gobierno.
¿Qué
clase de democracia puede ser aquella en la que 61 individuos, entre
los cuales 41, son potenciales delincuentes pueden torcer la voluntad
de 54 millones de electores? Esto vulnera su propio concepto:
“gobierno del pueblo”. Por eso, hay que aclarar, -y esta
situación lo ha hecho- que la democracia no es un problema de
números ni de mayorías, eso es retórica barata. Es un problema de
poder. Es lo que le permite al presidente de Estados Unidos ejercer
su cargo a pesar de ser elegido por menos del 25 % de los ciudadanos
en edad de ejercer el voto, lo cual nadie se atreve a cuestionar.
El
golpe de Estado que se ha consumado en Brasil, mientras la mayoría
de los gobiernos “democráticos” de la región se hacen de la
“vista gorda” y ante el cual, la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH) -supongo que en nombre de la OEA- solo
ha expresado “preocupación”, no es otra cosa que muestra viva de
la anti-democracia, el instrumento mediante el cual la oligarquía se
propone recomponer un resultado electoral que le ha sido adverso en
cuatro comicios presidenciales continuos, en los que supuestamente el
pueblo manifestó su voluntad. Para las élites de poder, estas no
son más que patrañas, en las que se pueden defecar cuando quieren.
De
esa manera, se entronizan gobiernos neoliberales que excluyen a la
mayoría de la población, a fin de maximizar ganancias para las
grandes empresas locales y transnacionales a los cuales se entregará
el país con total impunidad. Este modelo de democracia
representativa que tiene su origen en los planteamientos
del filósofo inglés John Locke, adquiere su dimensión actual a
mediados del siglo pasado cuando se concibe la democracia no como un
objetivo a lograr, sino como un método de elección y legitimación
de autoridades, mediante la competencia de élites que dirimen sus
diferencias en paz y con un electorado preferiblemente indiferente y
despreocupado de la política. Esta teoría de democracia de carácter
elitista es la que se ha impuesto en Occidente y en la mayor parte
del mundo. Los ciudadanos están ajenos a la toma de decisiones, por
lo que no son sujeto de la política, sino objeto de las decisiones
de las élites.
Este
concepto de democracia en el que está formada la clase política
dirigente de América Latina, se expresa de forma práctica en el
desprecio por los pueblos y en su impertérrita voluntad de pasar por
encima de ella, cuando la misma no le sirve a sus intereses. De ahí,
que los recientes golpes de Estado en Honduras, Paraguay y ahora
Brasil no sean más que la continuidad de procesos democráticos que
se han hecho caducar, ahora no utilizando a las fuerzas armadas, sino
al parlamento como ejecutor de las operaciones. El resultado es el
mismo: la burla de la voluntad popular.
Pero,
no se trata de llorar, finalmente el imperio y sus adláteres
latinoamericanos siguen el mismo guión desde hace siglos. Si tienen
algo claro, es cómo defender sus intereses. Hoy, el problema es que
lamentablemente las izquierdas le facilitan su trabajo, cuando una
vez instalados en el gobierno, se cometen errores que desmovilizan al
pueblo, alejándose de quienes los eligieron. Peor aún, suponen que
hacer alianzas con sus enemigos de clase, les va a facilitar el
trabajo, sin entender que las oligarquías no van por migajas, sino
por todo el poder. En esas condiciones, en años recientes y estando
en el gobierno, algunas izquierdas, entre las que lamentablemente
destaca el PT de Brasil se han transformado en los grandes defensores
del Estado capitalista y la democracia representativa, sin entender
que llegar al gobierno es solo un paso para tomar el poder y
entregarlo al pueblo. Que ese sea un proceso largo, de muchos años,
tal vez siglos de duración, es otra cosa, pero solo teniendo
claridad del objetivo estratégico se pueden hacer concesiones de
carácter táctico. Es un problema de hegemonía y de entender cuál
es el problema cardinal, que es el del poder.
Es
lo que no entendió el PT en Brasil y están comenzando a entender
los chavistas en Venezuela. Dilma y Lula pensaron que por haber
llegado al gobierno, habían obtenido el poder, cuando en realidad
los instrumentos de coerción del Estado: Fuerzas Armadas, policía y
Poder Judicial, siguieron siempre en manos de sus opositores, y
ahora, son los que derrocaron a Dilma. Es lo que permite que Maduro y
los chavistas sigan en el gobierno. La oposición, -como quedó
demostrado el pasado jueves 1° de septiembre- no lo ha logrado
entender. En Venezuela, la oposición no tuvo sus 61 senadores y
aunque movilizaron miles de ciudadanos, no logran entender –como si
lo ha hecho la Embajada de Estados Unidos- que el problema no es
numérico porque la democracia, –repito- no es un problema de
números, es de poder.
Habiendo
movilizado decenas de miles de ciudadanos no lograron ninguno de sus
objetivos políticos: no pudieron llegar a Miraflores para desatar un
show mediático que iba a ser transmitido al mundo por las grandes
corporaciones de la comunicación global; no pudieron desatar la
violencia como método de hacer política porque la misma fue
desactivada por las agencias de seguridad del gobierno en los días
previos; no pudieron liberarse de la ambigüedad respecto de su
voluntad violentista, porque tienen dudas de su propia capacidad de
conducción; no pudieron quebrar a las fuerzas armadas, ni siquiera a
un sector de ellas o a algún oficial de alto rango; finalmente no
pudieron derrocar al gobierno. Esto fue lo que la élite que dirige
la oposición prometió a sus militantes y eso fue lo que no pudo
cumplir. De ahí el desasosiego, la frustración y la rabia
manifestada en la noche.
El
gobierno de Venezuela utilizando los instrumentos de poder que la
Constitución le concede, desactivó todo intento golpista,
impidiendo así que el expediente Brasil no pudiera ser usado en
Caracas.
Mientras
estas cosas ocurren en Brasil, y cuándo la guerra en Colombia parece
estar concluyendo porque, por una parte los objetivos políticos de
la guerrilla no pudieron ser conseguidos por vía armada y por otra,
el gobierno entendió que no iba a lograr ganar la guerra en el
terreno militar y decidieron recurrir a la democracia representativa
para dirimir sus diferencias, las oligarquías en otras latitudes
pretenden empujar a los pueblos a tener que apelar a otros medios
para hacer respetar su voluntad.
No
quisiera que ello aconteciera, pero para mi desdicha, esta situación
me hizo recordar el poema “¡Izquierda, marchen!” escrito por el
poeta ruso Vladimir Maiakovsky en 1932:
¡Adelante!
¡Marchemos! ¡Marchemos!
¡Basta
ya de frases y de parches!
¡Hay
que poner fin a la frivolidad!
¡Tiene
la palabra el Camarada Máuser*!
Publicación
Barómetro 05-09-16