Por Gerardo Szalkowicz: Las urnas abiertas de
América Latina
El
torbellino de elecciones presidenciales que hubo este año en la
región marca un claro continuismo (cinco gobiernos reelectos) y
ratifica la hegemonía de los proyectos populares y progresistas.
Además, se mantienen la inercia del movimiento popular y el
retroceso en el proceso de integración que arrancó hace una década.
Apuntes críticos y balance continental de lo que deja el 2014 en las
urnas y más allá.
“Nuestros
sueños no caben en sus urnas”. La célebre consigna popular,
masificada en los años de rotundas abstenciones, votos-bronca y
desprestigio de las clases dirigentes, ya suena con un dejo de
nostalgia. El cambio de época que vive Nuestra América, con partida
de nacimiento pongámosle a fines del ´98 con la victoria de Hugo
Chávez, que tuvo su clímax y gran envión con el entierro al ALCA
en 2005 y que siguió con la irrupción de un variopinto de gobiernos
populares y progresistas, vino de la mano de una recomposición de la
institucionalidad tradicional y su mecanismo electoral
representativo. Salvo algunas excepciones -sobre todo donde todavía
comanda el neoliberalismo puro y duro-, las mayorías
latinoamericanas volvieron a las urnas alentadas por las innegables
mejoras sociales, ya sean tibias y parciales en la mayoría de los
casos o con perspectivas transformadoras como en Venezuela y Bolivia.
¿Cómo
queda el mapa geopolítico en América Latina y el Caribe tras las
siete elecciones presidenciales y otras tantas parlamentarias que
hubo en el año? ¿Hacia dónde va el proceso de integración
huérfano de Chávez y con el avance de la “restauración
conservadora”? ¿Qué pasó con la efervescencia popular que copaba
las calles y tumbaba gobiernos a principios de siglo?
El
tetra del PT y el tri del Frente Amplio
Por
su gigantesco tamaño, sus más de 200 millones de habitantes, por
ser la mayor economía del continente y por su devenir como potencia
emergente, Brasil es el actor clave en el escenario regional. La
magnitud de las elecciones de octubre trascendía largamente sus
fronteras. Dilma consiguió la reelección y el PT se enrumba hacia
su cuarto mandato. En un sentido, el triunfo en el balotaje frente al
socialdemócrata Aécio Neves significa un alivio. Pero también una
señal de alerta. La brecha se achicó y mucho: de los más de 20
puntos de ventaja que sacó Lula en 2002 y 2006 y los 12 en la
anterior elección de Dilma, ahora se ganó apenas por tres.
Es
verdad que la carroña mediática puso esta vez toda la carne en el
asador, pero no menos cierto es el desencanto de buena parte de la
población brasileña ante la falta de solución a problemas
estructurales (vivienda, transporte público) y la poca audacia para
impulsar cambios de fondo. Aun habiendo sacado de la pobreza a 40
millones de personas y reducido el desempleo a cifras históricas, el
modelo económico sigue ponderando el agronegocio y la tan mentada
reforma agraria no deja de ser una quimera.
Así
y todo, los movimientos populares bancaron la parada y le impregnaron
cierta legitimidad por izquierda a la candidatura de Dilma ante el
cuco del retorno neoliberal. Y la figura de Lula, poniéndose el
equipo al hombro, también fue determinante. Varios desafíos
aparecen en el horizonte inmediato del gobierno petista: los
principales, cumplir la promesa de la reforma política a través de
un plebiscito constituyente e impulsar una ley de medios que revierta
la monopolización actual. Como sea, el PT deberá reinventarse,
rescatar sus orígenes y apostar al protagonismo popular si no quiere
profundizar su debacle y terminar como la verdeamarela en el Mundial.
Las recientes designaciones de ministros con perfil neoliberal no son
una buena señal.
Similar
escenario vive el Uruguay, con la polarización entre un bloque de
centroizquierda y otro ultraliberal. También allí el primero sigue
ganando la pulseada. Por una ventaja histórica, el Frente Amplio
volvió a derrotar a blancos y colorados y arriba a su tercer
gobierno. Sin embargo, la vuelta de Tabaré Vázquez al centro de la
escena vaticina un futuro de políticas aún más moderadas. El ex
presidente representa a los sectores más conservadores de la
coalición gubernamental, de hecho no acompañó los avances más
progresivos de la gestión del Pepe Mujica: la despenalización del
aborto, el matrimonio igualitario y la legalización de la marihuana.
En
los comicios, además, el FA logró conservar la mayoría
parlamentaria y la derecha perdió el plebiscito que buscaba bajar la
edad de imputabilidad. Se consolida así la hegemonía de un proyecto
con ciertas políticas redistributivas pero que tampoco apuesta a
subvertir el patrón de acumulación.
Evo-lución
La
elección más cantada y contundente se dio en Bolivia. La paliza de
Evo Morales fue una burla a los agoreros del desgaste en el poder:
tras nueve años en el Palacio Quemado, logró el 61% de los votos
vapuleando por más de 37 puntos al empresario Samuel Doria Medina.
Además de llegar a su tercer mandato, el MAS consiguió mantener los
dos tercios para la mayoría parlamentaria.
Pero
quizá el dato más significativo fue el triunfo de Evo en ocho de
los nueve departamentos, logrando hacer pie en buena parte de la
otrora Media Luna secesionista. En palabras del vice Álvaro García
Linera, “se logró integrar al oriente boliviano y unificar el
país, gracias a la derrota política e ideológica de un núcleo
político empresarial ultraconservador, racista y fascista”. Por si
acaso, aclaró: “Por supuesto, somos un Gobierno socialista, de
izquierdas y dirigido por indígenas. Pero tenemos la voluntad de
mejorar la vida de todos”.
Un
gran espaldarazo a este histórico líder sindical que no terminó la
secundaria y que en 2006 se convirtió en el primer presidente
indígena. Pero sobre todo, el apoyo a un proceso que provocó una
inédita metamorfosis: de país emblema del colonialismo y la miseria
a Estado Plurinacional que nacionaliza los sectores estratégicos,
aplica una fuerte redistribución y empodera a las grandes mayorías
indígenas.
Claro
que esta voluntad “integradora” que menciona el vice mucho tiene
que ver con el impulso a un modelo de desarrollo que incluye
importantes avances en infraestructura y tecnología (carreteras, red
de teleféricos, el satélite Túpac Katari) pero que también
contiene aspectos con tintes contradictorios (conflicto en el TIPNIS,
ley de minería) que ponen en tensión los enfoques occidentales con
las cosmovisiones arraigadas en la Pachamama y el Buen Vivir.
Santos
recargado
Otro
que logró la reelección en 2014 fue el presidente colombiano.
Cuesta creer que el Juan Manuel Santos modelo 2008, comandando el
bombardeo que aniquilaba a 22 guerrilleros en Sucumbíos como
ministro de Defensa de Álvaro Uribe -violando la soberanía
ecuatoriana-, sea el mismo que se impuso este año ante el candidato
uribista con apoyo de buena parte de la izquierda, y que tiene altas
chances de quedar en la memoria histórica como el presidente que
logró poner fin al conflicto armado más largo de la región.
Con
el pragmatismo como rasgo principal, Santos desplegó una constante
búsqueda por sacarse la mochila de su antecesor y desmarcarse de esa
impronta guerrerista y entrelazada con el narcoparamilitarismo. Forjó
así su fuerza propia con un perfil más moderado bajo la fachada de
la Tercera Vía como sustento ideológico. Pero su carta central
tiene que ver con los Diálogos de Paz con las FARC y el inminente
inicio con el ELN. Ese es el asunto transversal de su apuesta
política. Y gracias a venderse como “el candidato de la paz”
conquistó la reelección imantando apoyos de todo el arco político,
en una elección que rondó el 60% de abstención.
Aun
así, vale aclarar que su proyecto económico marca la continuidad
neoliberal y que en materia internacional -al margen de un mejor
espíritu diplomático- mantiene el carnal vínculo con Estados
Unidos, siendo principal motor de la Alianza del Pacífico, el bloque
de gobiernos alineados al Norte.
De
todas formas, la etapa política en el país está marcada a fuego
por la posibilidad de clausurar una guerra que lleva más de medio
siglo y ya se cobró más de seis millones de víctimas. Ese es el
principal desafío de Santos y por lo que lo juzgará la historia,
más allá de si Colombia en 2018 siga siendo uno de los países más
desiguales del planeta.
Centroamérica:
cambios y continuidades
La
subregión centroamericana, histórico bastión político y militar
yanqui, también viene experimentando una bocanada de aire fresco
desde el retorno al gobierno del Frente Sandinista de Liberación
Nacional (FSLN) en Nicaragua en 2007 y el triunfo del Frente
Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador
en 2009, aun teniendo ambas experiencias un perfil aggiornado, lejos
de sus orígenes revolucionarios. También aportaron una luz de
esperanza los tres años y medio que duró Mel Zelaya en Honduras
hasta que el golpe en 2009 abortó un proceso que se corría hacia la
izquierda (hoy, el partido LIBRE se consolida como segunda fuerza).
Tres
procesos electorales se dieron en 2014 en el istmo centroamericano.
Por apenas siete mil votos, Salvador Sánchez Cerén logró la
relección del FMLN en El Salvador. A diferencia de su antecesor
Mauricio Funes, un periodista sin pasado en la organización, Sánchez
Cerén proviene del propio riñón del FMLN y hasta fue uno de los
máximos comandantes de la guerrilla durante el conflicto armado que
vivió el país entre 1980 y 1992. Sin embargo, los meses que lleva
en el gobierno marcan más continuidad que profundización, con
políticas sociales activas y cierta retórica latinoamericanista
pero sosteniendo una firme alianza con Estados Unidos y con los
vecinos reaccionarios de Guatemala y Honduras.
En
Costa Rica, el dato central fue el fin del bipartidismo que reinó
durante más de cinco décadas. El historiador y académico Luis
Guillermo Solís llevó por primera vez al poder al Partido de Acción
de Ciudadana (PAC) y, con un discurso renovador, logró destronar a
su ex partido (el PLN) luego de una gestión ultraneoliberal de Laura
Chinchilla. En pocas palabras, Costa Rica experimenta un corrimiento
desde la extrema derecha hacia el centro.
Otro
sillón presidencial que cambió de color (pero no de rumbo) fue el
de Panamá. El empresario y miembro del Opus Dei Juan Carlos Varela
le ganó la pulseada a José Arias, delfín del exmandatario
proestadounidense Ricardo Martinelli. La elección confirmó el lugar
de retaguardia que ocupa el país en la etapa de cambios que vive la
región: los tres primeros candidatos, todos de derecha, concentraron
el 98% de los votos. El ínfimo atisbo de oxígeno lo aportó el
debut del Frente Amplio por la Democracia (FAD) que, si bien no llegó
al 1%, se convirtió en la primera apuesta electoral panameña
impulsada por movimientos sociales, sindicales e indígenas.
Balance
y destino nuestroamericano
Echando
una mirada global, a todas luces fue un año de revalidación de las
fuerzas progresistas y de derrota para las tropas más retrógradas
del espectro político regional. Sin embargo, el panorama electoral
no refleja la profundidad de la realidad: mientras los primeros
parecen haber pasado a la defensiva, se percibe una paulatina
recomposición de las derechas autóctonas, que adoptaron la
estrategia de fabricar líderes jóvenes y marketineros con perfiles
más moderados y discursos desideologizados, buscando reactualizarse
y desmarcarse de su responsabilidad en los malos viejos tiempos. Y
-por si fuera poco- aún cuentan con el poderío económico, la gran
artillería mediática y la bendición norteamericana.
Al
mismo tiempo, el proceso latinoamericanista que parió el ALBA, la
Unasur y la Celac pareciera haber entrado en una especie de
amesetamiento y pérdida de entusiasmo. Con la ausencia de Chávez,
su líder y motor, ningún mandatario intentó agarrar el guante,
casi todos abocados a resolver los incendios y disputas locales.
Trascartón,
la irrupción plebeya y los movimientos populares que protagonizaron
la escena a comienzos de siglo resistiendo al colapso neoliberal
quedaron atrapados en la encrucijada del cambio de etapa. En su gran
mayoría, sufrieron la cooptación y/o institucionalización o
perdieron potencia, capacidad organizativa y fuerza en las calles.
Mayor vitalidad registran en algunos países con gobiernos
conservadores, como las organizaciones campesinas e indígenas en
Colombia, los estudiantes en Chile o la oleada de protestas que
generó en México el caso Ayotzinapa.
Para
concluir, bien vale desmenuzar la generalidad de los gobiernos pos
neoliberales y diferenciar entre el proyecto de relegitimación
capitalista “con rostro humano” encarnado en los gobiernos
neodesarrollistas y el proyecto de ruptura sistémica que aún se
mantiene latente en el horizonte en Venezuela y Bolivia.
La
doctora en filosofía Isabel Rauber hecha luz sobre este dilema: “La
disyuntiva es clara: convierten a sus gobiernos en herramientas
políticas para impulsar procesos populares revolucionarios de
cambios raizales o se limitan a hacer un `buen gobierno´
conservador, reciclador del sistema (…) mantenerse en los cauces
fijados por el poder y cambiar ´algo` cuidando que ´nada` cambie o
colocarse en la senda de las revoluciones democrático culturales e
impulsarlas. Esta opción revolucionaria está marcada por un factor
político clave: la participación protagónica de los pueblos (…)
Se puede ser `la izquierda´ del sistema capitalista y gobernar para
reflotarlo. Pero como lo ejemplifican Bolivia y Venezuela, se puede
optar por otro carril e impulsar procesos revolucionarios de cambios
sociales, creando y construyendo día a día avances de la
civilización superadora del capitalismo”.
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