Aleksandr Kérenski, primer ministro del Gobierno Provisional Ruso, exhortando a las tropas en la primavera o el verano de 1917
© RIA Novosti.
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18:35 30/06/2014
Javier C. Escalera
Rusia
 vivió durante la década de 1880 un desarrollo extraordinario y era la 
quinta industria en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Es verdad que
 las guerras, como la de 1905, y algunas revoluciones habían frenado el 
auge ruso. Pero el país había vuelto a recuperar terreno. Pese a ser una
 autocracia, el estado zarista mantenía una alianza con la república 
francesa desde 1894.
En París un puente bautizado con el nombre de Alejandro III atestigua
 este vínculo: la primera piedra fue puesta por el Zar Nicolás en 1896. 
Sobre él todavía hoy hay unas estatuas: las Ninfas del Sena, que 
representan a Francia, y las Ninfas del Néva, que simbolizan la parte 
rusa. Por un momento ambos países parecieron estar muy cerca. La Gran 
Guerra cruzó sus caminos y los hizo luchar en el mismo bando, pero la 
conflagración sólo sirvió para que emprendiesen caminos dispares.  
Muchos historiadores se preguntan si podría Rusia haber entrado en la
 modernidad de una manera menos sangrienta, porque sin la Primera Guerra
 Mundial la evolución política del país hubiese sido otra. En 1914, los 
europeos pensaban que la guerra sería corta. El gobierno ruso no ansiaba
 participar, pero no luchar era  comulgar con la dominación alemana de 
Europa.
El país tenía dos almas. Los rusos de clase alta y burgueses ayudaron
 al régimen, que tuvo que cargar con el peso de otra guerra. Los 
campesinos sólo veían desventajas: no en vano, las tropas rusas 
constaban de ocho millones de hombres en 1914, casi todos eran 
campesinos sin ninguna formación militar, mal armados y equipados. 
Bestias conducidas al sacrificio.
La cadena de derrotas y el descontento generalizado de la población 
crearon caos social y económico. Y llegaron las revueltas. En 1917 el 
Imperio Ruso estaba agotado tras tres años de guerra, con el pueblo 
deseando sólo la paz a cualquier precio. 
Cuando la autocracia zarista fue reemplazada por el Gobierno 
Provisional Ruso, los nuevos líderes pensaron en establecer una 
democracia liberal y continuar participando del lado de la Triple 
Entente en la Primera Guerra Mundial. De nuevo Francia se alzaba en el 
horizonte como ejemplo.
Pero el primer ministro Aleksandr Kérenski no consiguió alumbrar un 
nuevo estado. Y no prosperó debido, principalmente, a la oposición de 
los líderes rusos de la nueva república a la salida de Rusia de la 
guerra. Esto favoreció a los bolcheviques que, pese a ser una minoría 
política entre los partidos de la época, eran los únicos que defendían 
la salida de la guerra de manera intransigente. De repente ser radical 
era sencillo. Y marchar junto a la mayoría era un camino de perdición. 
Kérenski pareció durante un momento capaz de esquivar la tormenta. De
 hecho se convirtió pronto en la principal figura de los gabinetes de 
coalición. Metido en un esfuerzo bélico que hacía aguas, Kerénski se 
propuso recuperar la disciplina entre las tropas. Pero sus intentos de 
poner orden le granjearon problemas políticos. Especialmente a raíz del 
decreto en el que amenazaba a las tropas con la aplicación de la pena de
 muerte por deserción, una figura jurídica que no había sido borrada del
 código zarista heredado por el nuevo Gobierno. En realidad se trataba 
de un castigo habitual en el resto de naciones combatientes, y ni 
siquiera se estaba aplicando en la práctica. Así que para evitar las 
deserciones en la guerra tuvo que exponerse a las deserciones en sus 
filas.
Con la llegada de los bolcheviques sucedió lo inevitable. Rusia 
abandonó la guerra, pero su historia no pudo escapar de sus 
consecuencias. Cuatro imperios autoritarios se derrumbaron: el Imperio 
Ruso pasó a ser la Rusia comunista, el Imperio Otomano desapareció, el 
Imperio Austro Húngaro fue disuelto y el Imperio Alemán dejó paso a la 
mermada República de Weimar, que acumuló un resentimiento suficiente 
para desatar una nueva guerra dos décadas después.
Quien también irrumpió en la escena con vigor fue Estados Unidos: 
hasta entonces una fuerza secundaria: nadie pensó que habría una segunda
 contienda mundial  y que allí sería un país de primer orden. A partir 
de ese momento sólo una potencia podría hacerle sombra: la URSS. Pero ya
 sin formato imperial, pues el último zar no pudo ver ni el final de la 
Primera Guerra Mundial. Al Zar Nicolás II también lo mató en parte la 
guerra. Fue asesinado con toda su familia en Ekaterimburgo, por temor a 
que el avance de la Legión Checoslovaca hacia esa ciudad, pudiera 
liberarlo y abrir de nuevo la caja de Pandora monárquica, que hoy sigue 
cerrada a cal y canto.
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