Un agujero en el cielo
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Por Carolina Vásquez Araya
Somos incapaces de
comprender la enormidad de nuestras acciones más insignificantes.
El
científico holandés Paul Crutzen, Premio Nóbel de Química 1995,
advirtió hace ya varios años que el agujero en la capa de ozono
instalado justamente encima del hemisferio austral, ya tenía el
tamaño del territorio de los Estados Unidos.
Con
esto, el eminente químico quiso llamar la atención de que cerca de
diez millones de kilómetros cuadrados, o las tres cuartas partes de
la superficie del inmenso continente antártico en donde el agujero
cierne su amenaza, están recibiendo una radiación anormal como
consecuencia de la destrucción de esa capa protectora.
A
pesar de todo lo que se ha escrito y hablado al respecto, por ninguna
parte se advierten las medidas de prevención para contrarrestar el
fenómeno. Es como si los países consideraran esta enorme herida de
la atmósfera uno de tantos problemas abstractos y lejanos, de los
cuales ya se ocuparán en su momento otros gobernantes u otras
entidades internacionales.
Los
anaqueles de los supermercados continúan abarrotados de aerosoles
que contienen los componentes químicos, a cuyo uso indiscriminado se
adjudica una gran parte de la responsabilidad en esta catástrofe
ecológica. También la industria continúa arrojando sus desechos a
mares y ríos, mientras el habitante de las ciudades sigue su vida
ordinaria, inconsciente e ignorante de las consecuencias que tendrá,
en su salud, en su ambiente, en la vida de sus descendientes, un
hecho del que quizás haya oído hablar, pero que no le quita el
sueño.
Los
problemas de ambiente -como la destrucción de la capa de ozono, la
cual según cálculos muy conservadores llegará a ocasionar daños
irreversibles a la vida del planeta- a partir de las actuales
generaciones, se caracterizan por su extraña cualidad de mantenerse
flotando en una especie de limbo en la conciencia de gobernantes y
gobernados. Un limbo equidistante entre el olvido total y de las
decisiones urgentes, porque al escapar al ámbito personal dejan de
tener prioridad.
Esto
sucede no sólo con las terribles amenazas a la salud, como son el
cáncer, el SIDA, la hepatitis B o la tuberculosis, sino también con
los grandes desastres que jalonan día a día la historia
contemporánea y pueblan de muerte todos los puntos de la tierra.
Hambrunas, catástrofes naturales, epidemias, pasan de largo por la
vida cotidiana hasta que ésta llama, directamente, a la puerta de
nuestra propia casa.
La
indiferencia que nos caracteriza respecto a nuestra percepción de
las catástrofes ambientales, se refleja en todos los aspectos de la
vida. Y, al igual como frente a las guerras o las hambrunas que
acaban con la vida de millones de seres humanos en continentes
lejanos y nos llegan a retazos en los noticiarios de la noche,
permanecemos pasivos ante la noticia de la pérdida constante de una
parte de la capa protectora que envuelve a nuestro planeta, la cual
nos resguarda de radiaciones potencialmente letales.
Uno
de los rasgos distintivos de nuestra especie es la incapacidad de
reaccionar ante lo que somos incapaces de comprender de inmediato. Y
para comprender algo, a pesar de vanagloriarnos de nuestra mente
especulativa capaz de procesar ideas complejas, requerimos la
intervención de varios sentidos a la vez.
En
otras palabras, somos incapaces de abstraer. No solemos aceptar que
un proceso que toma más de cien años -lo cual ante nuestra pequeñez
parece una eternidad- puede significar nuestra destrucción. Y como
no logramos apreciarlo en perspectiva, pretendemos que no nos
corresponde a nosotros detenerlo.
Esta
forma inmediatista de proyectar nuestra vida, reflejada en los
sistemas económicos a los que nos aferramos con ansiedad, terminará
finalmente por demostrar que el proceso de degradación de la Tierra
en que vivimos no es más que un mecanismo de defensa natural en el
cual hacemos el triste papel de “cuerpos extraños”.
elquintopatio@gmail.com