La
percepción, es decir, la percepción sensorial, nos dice que algo existe; el pensamiento nos dice lo que es; el sentimiento
nos dice si es agradable o no lo es; y la intuición nos dice de dónde viene y
hacia dónde va. p.61 El hombre y sus símbolos
Carl
G. Jung
Henry Tovar
Con este relato de una circunstancia de mi vida, inicio un conjunto de testimonios, orientados hacia la fundamentación de la certeza contenida en una afirmación de Carl Jung, sobre la futurible necesidad de comprender aspectos de la psicología, dentro de los principios, apenas conocidos de la mecánica cuántica. Será evidente, entonces, que sólo busco la verdad y no la narración fantasiosa, clínica o metafísica de un ingenuo y despistado cristiano, en ese momento. Las primeras conclusiones posibles de este ensayo no llegan al meollo del propósito planteado, pero es una condición necesaria para establecer las premisas de posibles relaciones psíquicas o energéticas.
Una mañana del mes de
junio del 2008, desperté recordando haber estado soñando. Queriendo reconstruir la sucesión y el relato de las imágenes, cierro los ojos y comienzo a percibir a un hombre de mediana edad,
con camisa de cuadros y rasgos físicos paternos. Este comienza a reírse y diciéndome exactamente: “Nooojoo...vale, les estas prestando demasiada atención
a los sueños, tienes un locus de control externo, estas sufriendo de insofrenía”.
Tal aseveración causó en mí una mayúscula sorpresa, por el hecho tal narrado, nunca
antes experimentado por mi persona. Ciertamente, los sueños se habían multiplicado en los meses precedentes dentro la emergencia de un nuevo empleo y de no tan nuevos conflictos maritales. Me apresuré en buscar el significado de insofrenía, sin
conseguirlo. Reconociendo su aparente y evidente sentido, me dije... A pues, este
tipo sabe más que yo sobre psicología. Fue una de los primeras perplejidades en
curso de ese año. Lo peor, o lo mejor, estaba por venir.
Viajando desde la ciudad de Carúpano hacia Caracas, hube de detenerme en la ciudad de Cumaná por un pinchazo vespertino en un caucho. En esa pobre y descuidada ciudad tuve la necesidad de pernoctar. Dormí en el apartamento deshabitado y polvoriento de una cuñada y allí me desperté al poco tiempo de acostarme la tarde noche del 23 de junio. No sé a cuál hora me desperté exaltado, horrorizado e intuyendo las nueve horas de la noche. Ocurrió luego de una pesadilla en la cual observaba cadáveres en cajones de labrada y nobles maderas, en camillas con ruedas chirriantes; también en carretillas de las utilizadas en albañilería, cuyos ejes metálicos, rechinaban un seco y desagradable sonido. En esos vehículos observaba el transporte de hombres importantes de la godárrea caraqueña 1] portantes de incontados apellidos de notorias familias. Escuché los apellidos de banqueros, industriales, constructores, muy familiares a mis oídos: Salvatierra, Benacerraf, Machado Zuloaga, Branger, y hasta la expresión don fulano, para significarme que ellos también morían, que la muerte podría sobrevenir a cualquiera, incluso a mí. Los observaba en carretillas de madera, desplazados o desplazándose sin tracción ajena por pasillos, en cuyo final escuchaba voces de complicidad y risas impúdicas de alguna pareja. ¡No viene la policía!, escuche decir. Me mostraban cadáveres como momias deformes, de carne desecada. Cadáveres encorbatados y trajeados con frac... Despiértome angustiado, diciendo, -con voz distinta, ajena y gutural- “Unnn accidenntee” a la vez que sentía fuertes e involuntarias contorsiones musculares, como resistiendo una fuerza superior a mi voluntad y un frio desagradable en todo mi cuerpo. En ese instante caí en pánico. tuve la certeza de una posesión. Me envolví con la cobija y no supe nada más hasta cuando desperté a las 7 horas de la mañana, sin recordar la pesadilla antecedente. Me dispuse a retomar mi viaje, sin desconsiderar la reparación de neumático. A las 7 y pico de la mañana cerré el apartamento y me dirigí hacia una cauchera donde le extrajeron un clavo enorme. Luego de reparada la rueda tomé la única carretera posible para avanzar hacia Caracas. Desde aquella carretera de curvas podía observar, durante diversos tramos, la montaña, algunas playas y ensenadas de la costa oriental y los paisajes del Parque Nacional Mochima. Durante ese recorrido, comencé a cerrar los ojos y a reírme, de modo insolente, disfrutando por la audacia de manejar, en largos trechos, con los ojos cerrados. Así anduve durante todo el recorrido del curso montañoso del viaje. Al descender y llegar al puerto de Guanta, en la ciudad de Barcelona, la camioneta se apagó, y sin más fuerzas que las de mis brazos, hube de empujarla con la mano izquierda en la puerta y el brazo y mi mano derecha en el marco de la carrocería, hasta un hombrillo de la vía. Un conductor, quien me observaba desde otro vehículo, me señaló que tenía un caucho desinflado. Luego de haberlo sustituido, observé en el maletero del auto, un litro de sangría Don Julián; y sin consideraciones de sensatez o buen sentido lo tomé en su totalidad y me reía solo con carcajadas prolongadas, como lo venía haciendo cuando conducía con los ojos cerrados. Continué mi viaje y al llegar a la población de Boca de Uchire, a la una de la tarde, me detuve a reparar el caucho, reforzándolo con una neuma de goma para retener el aire, luego de lo cual continué mi viaje. A las 5 de la tarde al llegar a la primera curva de Caucagua me estremecí por no recordar el trayecto recorrido. ¿Cómo llegué hasta acá?, -me preguntaba-. ¿Cuánto tiempo he tardado en llegar hasta aquí? El exceso de tiempo utilizado y mi nulo recuerdo del trayecto previamente, recorrido desde "Cabuchire" teníame desconcertado. No lograba recordar el trayecto ni la velocidad con la cual me había desplazado. Por asombro y por temor disminuí la velocidad. Luego de pasar una primera gran curva, continúo disminuyéndola por irregularidad del pavimento. A cierta distancia comienzo a observar una camioneta Vitara, similar a la mía, pero de color arena, desplazándose en sentido contrario y por mi canal. Disminuyo la velocidad, comienzo a frenar, lentamente, y lentamente me coleé en “cámara lenta”, en un resbaladizo pavimento arenoso por motivo de la sustitución de su asfalto. Sin miedo, sin terror, vi cómo me dirigía hacia la plataforma metálica de una gandola, estacionada en la vía por la cual debía transitar el vehículo que había tomado mi vía. Lo demás fue sentir el impacto de los cauchos en mis manos y brazos, ver un hueso sobresalir de la piel de mi brazo derecho, a nivel de las muñecas. Tras el impacto, comenzaron a llegar personas desde lugares invisibles para ver o para socorrer, mientras otros hombres, como buitres hambrientos e inmisericordes, comenzaban a saquear con fruición y premura toda cosa valiosa amontonada en los asientos traseros y el guarda maletas: caucho de repuesto, herramientas, cámaras, maletines, bastimentos para el viaje. “Trata de salir”, “no te muevas”, “ten cuidado”, me decían otras personas cercanas a mi puerta. Alguien me pidió un número telefónico. Les recité los dígitos del celular de mi mejor amigo y casi de inmediato le narré lo acontecido y la circunstancia inmóvil en la cual me encontraba dentro del vehículo. Mientras esperábamos una ambulancia, escuché decir, “No viene la policía”, momento en el cual recordé el sueño.“Unnn accidenntee”, una voz ronca como la de mi abuela materna; ah carajo, un sueño premonitorio -pensé-. me quedé cavilando o recordando la pesadilla hasta cuando se acerco hasta la camioneta un taxista quien me traslada primero hacia un ambulatorio y luego hasta un hospital. Allí pude observar y escuchar la camilla desvencijada, arrastrando su ruido y llevándome hacia una sala de primeros auxilios. Luego me condujeron hacia una habitación a la cual llegó un sobrino de nombre Jesús (petú). De él había repetido, en forma de chiste, la posible negación de una paternidad. “Quien sabe si será su hijo” repitiendo las palabras de Chuo, un primo-hermano, a quien molestaba de edad entre nuestro sobrino y su novia. En ese momento sentí, tuve la revelación de que me estaban cobrando esa factura. Me esperaban otras sorpresas. De allí, fui llevado la antesala de un quirófano, en cuyo pasillo previo debì esperar. En algún momento cerré los ojos y comienzo a percibir, en un primer plano fijo, el rostro de mi abuela Margarita, junto con un hombre de mediana edad, de rostro delgado y enjuto, con bigote, y parecido al beato, bastante joven, de la población de Isnotú. Allí aparecían los dos, con pequeño desnivel, inamovibles como en el marco de una fotografía familiar. Entré en pánico al pensar en la posibilidad de una muerte por sobre anestesia, como le ocurrió a mi mentada abuela Margarita tras el único intento de eliminarle una papera en su cuello. Ingresado a un quirófano lo percibí amenizado con música caribeña y enfermeros o médicos, sonriendo por las canciones o por mi llegada. Allí recibí una inyección, luego de la cual desperté arropado sobre una camilla, ya enyesados mis brazos y observando mi desplazamiento hacia una habitación por pasillos perecidos a ciertos laberintos rectangulares. En ese trayecto nos abordaron mi hijo Hugo y mi amigo Domingo Silva, su padre de crianza, con quien en algún momento había tenido, en mi criterio, alguna insignificante diferencia, por un reproche de mi parte. Acomodados ahora en la habitación, ambos me alimentaron llevando la comida a mi boca. No lo podía creer: Domingo, alimentándome con la mayor preocupación y generosidad, la misma que había tenido con mi hijo, sin mi reconocimiento. Todas esas casuales emergencias me parecían pequeñas e indoloras bofetadas, "pases de factura", registradas en alguna oculta memoria escrita secretamente por alguien y guardadas en mi alma, sin mi conciencia y para mi asombro. Esa noche, vinieron a mí, recuerdo las palabras deletreadas en un sueño: “se yerra por pensamientos, palabras y obras.” Recordaba que muchas de las cosas que ahora se me presentaban, como casualidades, parecíanme inmerecidas, ni mi reciente auto, casi nuevo, transado a mis cuñados por un precio generoso o irrisorio, ni el choque. ¿Por qué a mí? -me preguntaba-. También recordaba las palabras de mi amiga y compañera de trabajo Sulme Maradey sobre la fragmentación de la conciencia y sobre sus consecuencias: “Si tu conciencia se fragmenta, corres el riesgo de tener accidente cualquiera, de morir, o de volverte loco”. ¿Acaso mi conciencia puede estar fragmentada?, me pregunté. Confieso que no me resultaba evidente ni muy claro el tema profundo de la fragmentación de la conciencia. Me resultó difícil entender explicaciones previas y las diferentes perspectivas de la fragmentación, incluso luego de varias lecturas de Carl Jung. Mas recientemente me quedó absolutamente comprendido con mi visión de la película Fragmentado (2016) interpretada por James MacAvoy, cuya trama argumental revela la existencia de un hombre en quien conviven 23 personalidades parceladas, cada una de las cuales ignoraba la existencia de las otras. Regresé a mi casa, con mis brazos enyesados y con el apremio y la necesidad de continuar empaquetando ropa, libros y cajas para una mudanza de vivienda. Durante mi convalecencia sólo podía observar el techo de mi habitación, durante las horas de vigilia, sin cosas que poder hacer y casi sin pensar en nada. Permanecía sin apremio material por la pérdida del vehículo. Salve mi vida, -me repetía- y me confortaba. Así estuve durante seis semanas, en cuyo transito comencé a leer, en momentos distantes y continuos, por préstamo uno y por obsequio el otro, dos libros provenientes de las manos de mi amiga Sulme. El Poder del Ahora de Eckhart Tolle y luego Energética Psíquica de C. G. Jung. Durante la segunda semana, casi de meditación involuntaria, llegó la siguiente y alucinante sorpresa, lo cual fue el comienzo de un manantial de perplejidades, hasta hoy (2020) inagotables.
[1]
La palabra alude, salvando las distancias, a la comparable singularidad de una
casta colonial, ahora republicana.
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